domingo, 17 de junio de 2012

Un viaje maravilloso...

El mundo del ferrocarril es, en ocasiones, un tanto árido, para qué negarlo. Cuando estudias las implicaciones que una línea ferroviaria cualquiera ha tenido en un territorio determinado siempre habrá quien rebatirá tus argumentos, adoptando una postura contraria a la que tú defiendes (y que curiosamente se puede justificar bibliográficamente). Los caminos de hierro se convierten, muchas veces, en sendas de exactitud enfermiza, en las que unas décimas de segundo o unos milímetros de más pueden estropear un magnífico trabajo de investigación. Siendo además el ferrocarril español terreno abonado a la elaboración de artículos, tesis doctorales y demás trabajos de epistemología histórica, los que nos hemos dedicado a ello siempre encontramos un pero. Al principio es difícil acostumbrarse a toda esta marea y contramarea de dimes, diretes, tirios, troyanos, digos, Diegos... Al final acostumbra uno a aceptar lo que le dicen (con ánimo de mejorar su trabajo) y a ir desdeñando, poco a poco, aquellos argumentos demenciales que siempre aparecen en un momento determinado y que, como los guiones de las películas malas, se sumergen en un eterno retorno al modo de Nietzsche. Algún día hablaré de mi némesis ferroviaria, que la tengo (y cuyo argumento favorito, siempre que puede, es decir en voz alta que el primer ferrocarril español es el de la isla de Cuba de 1837). Pero hoy quiero hablar de la otra cara de los caminos de hierro, esta vez no de yerro: de aquellos que, desinteresadamente, siempre están dispuestos a echarte una mano.
Los primeros que acudieron al rescate de un despistado alumno de quinto de carrera fueron los amigos del ferrocarril de Valdepeñas, los chicos del Trenillo. Gracias a la ayuda de Jesús Mesas (quien también me echó una mano a la hora de entender los entresijos de la instalación ferroviaria de Santa Cruz) tomé contacto con esta asociación, que tantos y tan buenos ratos me ha hecho pasar, y a quien siempre estaré agradecido. Será cuestion, otro día, de ir nombrando aquellos logros, alegrías y conversaciones a la luz de la estación de Valdepeñas que he jalonado junto a Javi, Víctor, Javier Iván, el gran Rose, Juanjo... 
Pero hoy me apetecía hablar de un viaje que tuve la ocasión de realizar a bordo de una vagoneta, desde Almuradiel a Correderas. Gracias a las gestiones de Manuel Laguna, ferroviario de pro y apasionado de la historia de los caminos de hierro locales, tuve la oportunidad de coger mi cámara de fotos y, ataviado con chaqueta reflectante amarilla (propiedad de Posadas), ser testigo del trayecto por el corazón mismo de Despeñaperros. La sensación fue, desde luego, indescriptible. Acostumbrado a viajar en los asientos laterales de los viajeros, ocupar plaza en ventana preferente fue para mí una enorme satisfacción, máxime si, como ocurrió, el día fue magnífico, la luz maravillosa y el paisaje sobrecogedor. Contemplar esas excrecencias graníticas, esos zócalos de la orogenia primaria levantados por el plegamiento alpino, ajados, maltratados por la lluvia y el viento, y verlos colgando sobre las vías es una sensación rara, mitad pavorosa mitad exultante. Atravesar los túneles (que si no recuerdo mal fueron siete, hasta llegar a Correderas), hollar su oscuridad con el sonido de la vagoneta y la luz que apenas si rompía el manto negro que nos aprisionaba fue como un bautizo en los arcanos del mundo ferroviario. Circular por los puentes metálicos que salvan el abismo vertiginoso de Despeñaperros y poder apearse, en un momento determinado, para fotografiarlos, se convierte en una experiencia extásica para los amantes de este medio de transporte (me atrevería a decir que para cualquiera que disfrute con la fotografía, el paisaje y las experiencias nuevas). 
La soledad de la estación de Correderas, fin de nuestro recorrido, fue un agradable descubrimiento, sobre todo por su relativo buen estado y por algunas cuestiones de interés que allí se pueden comprobar, como la vía estrelladero para el frenado de emergencia, el gris del balasto confundido con el verde de la encina, el brillo de los raíles entre la maleza, las traviesas de madera ajadas y estropeadas...
Estaría mucho más tiempo glosando las maravillas de esas dos horas pasadas sobre los vías. Tal vez mi entrada pueda parecer un tanto exagerada, al fin y al cabo se trató únicamente de subir a una ruidosa vagoneta y transitar unos kilómetros por encima de raíles de acero pulidos por el uso. Pero os puedo asegurar que la experiencia valió la pena, al menos para mí. Y por descontado que, si puedo, la repetiré. Por cierto, cuando hicimos el trabajo de documentación para la navaja de Santa Cruz muchos artesanos del pueblo nos dijeron que uno de los grabados más graciosos que solía aparecer en la hoja de las piezas santacruceñas era el de "si esta víbora te pica, no hay remedio en la botica". Pues a mí me ocurrió algo semejante. Y ahora no puedo sacarme de encima el veneno de esa víbora, que llevo gustoso, dicho sea de paso. Hasta la próxima.


4 comentarios:

  1. Jo, Dani. Que envidia (sana) he sentido leyendo tus palabras. Por momentos me he imaginado como fué ese maravilloso viaje que relatas. Entiendo perfectamente las sensaciones que debiste sentir y que, por supuesto, se quedan en el interior de uno como un pequeño tesoro a guardar para siempre.
    Pequeño pero gran relato. Enhorabuena.

    ResponderEliminar
  2. La verdad es que se lo tengo que agradecer a Manuel, que se me acercó el día de la conferencia y me propuso la actividad que, como bien dices, será algo que guardaré para siempre por lo interesante y lo emocionante. Gracias, como siempre, por tus amables palabras.

    ResponderEliminar
  3. Este viaje que cuentas debió ser una gozada. Perdido entre riscos y peñascos, a un servidor que le gusta la montaña con sus "dias celtas", (... esos nublados y lluviosos), daría también cualquier cosa por adentrarse en las entrañas del querido desfiladero. Buena historia, que como siempre desgranas con maestría. Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Y tanto que lo fue amigo Mauro. Incluso el traqueteo y elevado ruido de la vagoneta no fueron impedimento para disfrutar con la jornada (que, como te digo, solamente duró dos horas, pero que me supieron a gloria). A ver si convenzo de nuevo a los feroviarios y me llevan de paseo, aunque tampoco conviene abusar... Un abrazo.

      Eliminar