martes, 26 de junio de 2012

Todos contra el yerro

Era una maravillosa tarde de marzo, de éstas que languidecen como un bostezo y se estiran hasta lo imposible. De entre las muchas posibilidades que ofrecía la capital (museos, archivos, paseo por el Retiro, compra de libros...) elegí una que siempre me depara sorpresas: la visita a la Biblioteca Nacional. Tras un refrigerio rápido enfrente del magno edificio que atesora gran parte de la cultura y la lengua de nuestro país (edificio que va necesitando de una buena limpieza, todo hay que decirlo) subí las escaleras de un tirón, lo cual no es sencillo debido a la enorme sombra cultural que proyectan las estatuas de Cervantes, Alfonso X o Lope de Vega, por poner algunos ejemplos. Tras pasar el pertinaz control y obtener mi pegatina verde de lector (otros días son rojas) dejé los bártulos en una de las consignas y me dirigí a la enorme sala de lectura. Allí, en los mullidos sillones de buena madera y respaldo alto, ante el escritorio 363 esperando a que la lucecita roja se encendiera para indicarme que la bibliografía solicitada podía ser retirada, allí pude relajarme y respirar auténtica paz, imbuyéndome del espíritu necesario para leer, para reflexionar y para tomar notas, a pesar del animoso vecino de pupitre que se revolvía ansioso en su asiento, herido en su orgullo por no encontrar nuevas notificaciones a sus mordaces comentarios en las redes sociales.
Otros días he subido a la sala de cartografía para repasar mapas de España, buscando la expansión de los caminos de hierro por Castilla-La Mancha, actividad con la que he experimentado un gran placer por el preciosismo de la información gráfica del siglo XIX y por que los mapas antiguos tienen un crujido muy característico que suena delicioso. Pero esa tarde me apetecía leer. Así que pedí varios títulos, entre los que se encontraban un trabajo sobre Arqueología industrial de Kenneth Hudson y un libro de Jean Descola titulado La vie quotidienne en Espagne au temps de Carmen. No tenía muchas expectativas con este libro, porque imaginaba que sería un compendio de estereotipos sobre la situación del país en aquellos momentos. Sin embargo, me sorprendió la mirada que el autor ofrecía sobre la España decimonónica. No se buscaba el recurso a los estándares de siempre (bandoleros, caminos malos, accidentes de la diligencia, toros y toreros, embaucadores y venta de navajas en las ventas), sino que el autor intentaba ofrecer una visión global basándose, principalmente, en información rescatada de autores españoles. Me gustó sobre todo la referencia a la sorpresa y admiración que causaron en las gentes del momento las primeras locomotoras; bueno, también me resultó agradable comprobar que lo que hoy día se conoce como casa rural (y que parece el invento del siglo) ya lo explotábamos los españoles por aquél entonces, sólo que no éramos conscientes de ello y los franceses, además, lo llamaban gîte.
Tras la lectura del libro de Descola y fiel a mi costumbre por llevarme al coleto algo relacionado con los caminos de hierro, leí un pequeño libro escrito por Manuel María Arrillaga que, entre otras cosas, también ponía en solfa aquellas primeras impresiones que las locomotoras produjeron en los habitantes del país. En concreto, me pareció interesante comprobar cómo algunos médicos reputados afirmaban sin ambages que el sistema respiratorio y circulatorio del ser humano no podía resistir una velocidad superior a 40 kilómetros por hora ni el paso de un túnel que excediera de los 100 metros. Leídas ahora, estas frases nos recuerdan cuántas barreras tuvieron que superar los pioneros del ferrocarril. Pero curiosamente, en ninguno de los libros que esa tarde de marzo leí en la Biblioteca Nacional sentado en una silla de nobles maderas y alto respaldo, con el botón rojo parpadeando como loco a pesar de tener conmigo todos y cada uno de los libros pedidos, en ninguna de esas páginas encontré referencia a otro problema que tuvimos que sortear aquí, en La Mancha, y que no fue en absoluto baladí: la oposición de los caciques a que el nuevo invento transitara por la reseca llanura manchega. Pero esa reflexión la dejo en el tintero para otra ocasión, al igual que esa tarde de marzo tuve que apresurarme en leer lo que tenía ante mí y en abandonar, con tiempo necesario para no perder el tren, la sacrosanta institución. Afuera el día seguía su curso, y aunque comenzaba a lloviznar no llegaba la sangre al río. Bien es cierto que portaba unos planos que había solicitado en el archivo de Alcalá de Henares y que las gotas amenazaban con desintegrarlos, pero la boca de metro estaba cercana a la Biblioteca y no tuve problemas en alcanzarla. Para cuando llegué a Santa Cruz, pasadas las 22:00 horas (el tren se retrasó) las gotas se habían transformado en una espesa nevada que llevaba cayendo desde hacía horas, y ello supuso un viaje de lo más incómodo desde la estación a mi casa, con los planos y los zapatos chorreando. Pero el recuerdo de aquella silla de madera y del escritorio inclinado, con su luz roja parpadeante, calmaron mis ganas de blasfemar por lo menudo. Y si os lo preguntáis, sí, estoy deseando volver.
Hasta la próxima.

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