domingo, 22 de enero de 2012

Son, ochenta yerros son....

Una de mis películas favoritas sobre el mundo del ferrocarril es El expreso de Chicago. La cinta no es nada especial ni memorable, pero reconozco que el que casi toda la acción transcurra dentro de los vagones de un tren larguísimo, rojísimo y que circula por una vía única con estruendo y trepidación es algo, a mis ojos, grato de ver. La trama es fácil de seguir, y la comicidad de Gene Wilder (actor, entre otras, de El jovencito Frankenstein y Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar) ofrece un contrapunto a la seriedad del argumento: un asesinato dentro del expreso que hace la ruta entre Los Ángeles y Chicago. Son muy interesantes los planos en los que se ofrece al tren abriéndose camino entre la inhóspita y a veces indómita naturaleza estadounidense. Además, resulta evocador y tiene un punto romántico el hecho de recorrer EE.UU. a bordo de un tren, pasar unos días dentro de sus tripas durmiendo en una cama con mullido colchón, tomar el desayuno viendo pasar, indolente, el paisaje exterior... Sí, la película me gusta mucho, aunque naturalmente no es la única que me produce tales sentiientos. Otro día comentaré las maravillas de Unión pacífico, El expreso de Shangai, El caballo de hierro, etc. (varias de ellas, por cierto, las programó la asociación de amigos del ferrocarril de Valdepeñas El Trenillo dentro de su ciclo de cine ferroviario). Pero hoy quiero rendir un pequeño homenaje a una serie de dibujos que, afortunadamente, ha envejecido bien: La vuelta al mundo en ochenta días
Sí, ya sé que muchas cosas del libro no aparecen entre las andanzas del león Fog y que resulta un tanto extraño el que sean animales y no personas quienes hacen el viaje (en Maus, el cómic de Art Spiegelman, también se produce esta metamorfosis y bien que nos gusta). Sin embargo hace poco tuve ocasión de volver a ver varios capítulos y reconozco que me quedé maravillado de nuevo. Resulta que unos maestros de esos que la administración considera vagos, de esos que De Cospedal y Marciallllll Marín demonizan todos los días, de esos que no hacen nada y trabajan muy poco, cobran mucho y se solazan en playas de arena virgen mientras los sufridos humanos han de trabajar en la humeante fábrica, esos mismos que practican misas negras y hacen huelgas inmorales, esos maestros egoístas que no entienden la situación, pues van y ponen en marcha un plan de lectura en torno a La vuelta al mundo en ochenta días. Entre las actividades propuestas por estos profesionales estaba la lectura del libro y la posterior recreación del mismo entre el alumnado de infantil y primaria. No tengo que agregar que todos lo chicos y chicas están entusiasmados con la obra, con su lectura y con todo lo que ello ha conllevado: conocer la geografía mundial, entender los medios de transporte del siglo XIX, estudiar los husos horarios, etc. Y, naturalmente, el mundo del tren.
A efectos de documentación esos maestros, además de leerse el libro, vieron la película y la serie de dibujos animados. Y ahí es donde me brotaron esos sentimientos de nostalgia que ahora refiero. Otras series de mi niñez y juventud han envejecido peor, pero ésta aún tenía el suficiente gancho como para mantenerme ante la pantalla y ver de nuevo las andanzas del viajero impenitente. Además, la época que retrata es, precisamente, la del final de la I Revolución Industrial, cuando los caminos de hierro todavía tenían absoluta preponderancia en los sistemas de transporte, cuando un yacimiento de carbón era más preciado que uno de petróleo (aunque eso cambió con relativa velocidad, más o menos a partir de 1876). El halo romántico de las máquinas silbantes, las nubes de vapor rodeando al caballo de metal, todo ello (sumado a una historia atractiva) suscitaron en mí tan buenos recuerdos que reconozco haberme visto de nuevo los 26 capítulos. Y, aparte los trenes, los he vuelto a disfrutar, incluyendo en ese concepto las canciones de la serie.


2 comentarios:

  1. Me encantó esta recreación tuya de películas y trenes. Recuerdo una malísima que debía ser de un campeón español de halterofilia llamado Paul Naschy que después se metió a director y que se llamaba, si mal no recuerdo, PÁNICO EN EL TRANSIBERIANO. Llevaban a través de la estepa rusa un muerto que era un monstruo asesino que me tuvo la noche en vela. Sigue con estas recreaciones que a mi me parecen maravillosas. Un saludo Bloggero.

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  2. Je, je, ya sé qué película me dices... Sí, la verdad es que con el tema del tren me sentí cercano a ella, pero el resto mejor olvidarlo, a veces los raíles no nos traen, precisamente, lo mejor.

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