Como todo amante del ferrocarril que por estos andurriales realiza sus pesquisas y trabajos, estoy enamorado del camino de hierro entre Valdepeñas y Puertollano, el celebérrimo trenillo. No voy ahora a glosar sus características porque se han comentado tantas veces que lo escrito sonaría un tanto manido. Lo que sí quiero es reflexionar un poco sobre el pasado, el presente y el futuro de lo que se llamó el ferrocarril del Campo de Calatrava, el cual, durante muchos años, vertebró (a su manera, bien es cierto) parte del centro-oeste ciudadrealeño.
La construcción del trenillo fue un sueño, una quimera de Ortiz de Zárate (el de Airbag no, el otro). En un momento en el que los ferrocarriles secundarios habían retomado su razón de ser gracias al impulso legislativo que se les había dado con la ley de 1877, parecía que podía ser un buen negocio clavar un camino de hierro que transitara por la llanura manchega entre olivos, chaparros y viñas, recorriendo las tierras que en su día los mahometanos, los iberos, los romanos, los calatravos o los viajeros franceses del XVIII también patearon de un lado a otro,
El negocio principal que debía sostener esta línea férrea (que en su primer tramo circulaba entre Valdepeñas y Calzada de Calatrava) era el agrícola, ya que una de las paradas de la misma (me atrevería a decir que la razón por la que el promotor norteño se lanzó a la aventura) era la de Montanchuelos, finca propiedad de Ortiz de Zárate (el de Airbag no, el otro) en la que se cultivaba grano, se recolectaba uva y se comerciaba con mulas de venta, que al decir de la prensa de entonces eran de condiciones excelentes y a precios baratos, pudiendo comprarse en sus dos modalidades: sin domar y domadas.
La memoria de este ferrocarril, que se encuentra distribuida por esos archivos de España tan gratos, tranquilos y alejados de La Mancha, es una obra maestra de la literatura optimista y cándida de los proyectos ferroviarios decimonónicos. En un enorme tomo encuadernado con rojizas pastas y adornado con letras de oro podemos ir leyendo todo lo que tiene que ver con la instalación de este camino de hierro. Así, nos enteramos de que el ancho que iba a tener, en un principio, era el de 60 centímetros, aunque luego se cambió al de 75. Los datos que se ofrecen sobre negocio, traslado de mercancías y de viajeros eran tan optimistas y de un talante tan esperanzador que luego, cuando se demostró que ni siquiera la ampliación hasta Puertollano iba a salvar el negocio, pesaron como losas insalvables. Ni siquiera el buen hacer del abogado Ortiz de Zárate (el otro no, el de Airbag) hubiera salvado la empresa, que desde los primeros momentos fue deficitaria, no tanto porque no hubiera años de saldo positivo en el debe y el haber, sino por las pesadas cargas financieras que había contraído la compañía y por el creciente coste de mantenimiento de una línea que, cada vez más, se iba quedando obsoleta.
No quiero indagar más en el pasado, ya habrá tiempo en este blog para ello. Lo que sí quiero es hablar, aunque sea brevemente, del presente de esta línea. Alguno pensará que un ferrocarril que se desclavó en 1965 no tiene, a priori, ningún presente. Eso, en puridad, es cierto, pero no lo es menos el hecho de que los restos siguen ahí, tangibles, paseables, perdurables (de momento). Se puede caminar por los taludes de la línea, se puede atravesar alguna que otra trinchera, se pueden saltar las cloacas y tajeas que aún siguen en pie, se puede pasar por debajo de puentes que un día dieron la bienvenida, con su bóveda de ladrillo, a los humos de vapor y carbón de las máquinas pequeñas pero bautizadas del trenillo... Sí, es cierto que ya no circula ningún tren, pero ahí siguen esos restos, en un presente obstinado que se resiste a claudicar.
¿Y el futuro? Pues como todo lo que tiene que ver con el patrimonio que no es ni una catedral, ni una iglesia, ni un museo, ni una plaza de toros, negro. Los estudios que se van haciendo sobre la línea, las salidas que, junto con Alberto o los chicos de la asociación de amigos del ferrocarril de Valdepeñas, se llevan a cabo para inventariar lo que todavía queda, los inmensos ficheros de fotos que se van acumulando en el disco duro, todo ello es testigo de cómo van cambiando las cosas, de cómo se van perdiendo elementos, de cómo lo que un día formó parte de la esencia de varios pueblos se va consumiendo por no interesar a nadie. De hecho, queridos amigos, a pesar de los varios artículos que se han escrito sobre la línea, muy pocos autores de los mismos han pisado su balasto. Y eso, desgraciadamente, no ayuda. Bueno, eso y la maldita crisis, claro. En cualquier caso ahí seguiremos, trabajando por conocer más este camino de hierro, por desenterrar sus secretos y por aportar a las generaciones futuras un retazo de lo que un día supusieron esos raíles paralelos que sus abuelos utilizaron. No todo va a ser Playstation...