lunes, 30 de enero de 2012

El yerro más hermoso

Como todo amante del ferrocarril que por estos andurriales realiza sus pesquisas y trabajos, estoy enamorado del camino de hierro entre Valdepeñas y Puertollano, el celebérrimo trenillo. No voy ahora a glosar sus características porque se han comentado tantas veces que lo escrito sonaría un tanto manido. Lo que sí quiero es reflexionar un poco sobre el pasado, el presente y el futuro de lo que se llamó el ferrocarril del Campo de Calatrava, el cual, durante muchos años, vertebró (a su manera, bien es cierto) parte del centro-oeste ciudadrealeño.
La construcción del trenillo fue un sueño, una quimera de Ortiz de Zárate (el de Airbag no, el otro). En un momento en el que los ferrocarriles secundarios habían retomado su razón de ser gracias al impulso legislativo que se les había dado con la ley de 1877, parecía que podía ser un buen negocio clavar un camino de hierro que transitara por la llanura manchega entre olivos, chaparros y viñas, recorriendo las tierras que en su día los mahometanos, los iberos, los romanos, los calatravos o los viajeros franceses del XVIII también patearon de un lado a otro,
El negocio principal que debía sostener esta línea férrea (que en su primer tramo circulaba entre Valdepeñas y Calzada de Calatrava) era el agrícola, ya que una de las paradas de la misma (me atrevería a decir que la razón por la que el promotor norteño se lanzó a la aventura) era la de Montanchuelos, finca propiedad de Ortiz de Zárate (el de Airbag no, el otro) en la que se cultivaba grano, se recolectaba uva y se comerciaba con mulas de venta, que al decir de la prensa de entonces eran de condiciones excelentes y a precios baratos, pudiendo comprarse en sus dos modalidades: sin domar y domadas.
La memoria de este ferrocarril, que se encuentra distribuida por esos archivos de España tan gratos, tranquilos y alejados de La Mancha, es una obra maestra de la literatura optimista y cándida de los proyectos ferroviarios decimonónicos. En un enorme tomo encuadernado con rojizas pastas y adornado con letras de oro podemos ir leyendo todo lo que tiene que ver con la instalación de este camino de hierro. Así, nos enteramos de que el ancho que iba a tener, en un principio, era el de 60 centímetros, aunque luego se cambió al de 75. Los datos que se ofrecen sobre negocio, traslado de mercancías y de viajeros eran tan optimistas y de un talante tan esperanzador que luego, cuando se demostró que ni siquiera la ampliación hasta Puertollano iba a salvar el negocio, pesaron como losas insalvables. Ni siquiera el buen hacer del abogado Ortiz de Zárate (el otro no, el de Airbag) hubiera salvado la empresa, que desde los primeros momentos fue deficitaria, no tanto porque no hubiera años de saldo positivo en el debe y el haber, sino por las pesadas cargas financieras que había contraído la compañía y por el creciente coste de mantenimiento de una línea que, cada vez más, se iba quedando obsoleta.
No quiero indagar más en el pasado, ya habrá tiempo en este blog para ello. Lo que sí quiero es hablar, aunque sea brevemente, del presente de esta línea. Alguno pensará que un ferrocarril que se desclavó en 1965 no tiene, a priori, ningún presente. Eso, en puridad, es cierto, pero no lo es menos el hecho de que los restos siguen ahí, tangibles, paseables, perdurables (de momento). Se puede caminar por los taludes de la línea, se puede atravesar alguna que otra trinchera, se pueden saltar las cloacas y tajeas que aún siguen en pie, se puede pasar por debajo de puentes que un día dieron la bienvenida, con su bóveda de ladrillo, a los humos de vapor y carbón de las máquinas pequeñas pero bautizadas del trenillo... Sí, es cierto que ya no circula ningún tren, pero ahí siguen esos restos, en un presente obstinado que se resiste a claudicar.
¿Y el futuro? Pues como todo lo que tiene que ver con el patrimonio que no es ni una catedral, ni una iglesia, ni un museo, ni una plaza de toros, negro. Los estudios que se van haciendo sobre la línea, las salidas que, junto con Alberto o los chicos de la asociación de amigos del ferrocarril de Valdepeñas, se llevan a cabo para inventariar lo que todavía queda, los inmensos ficheros de fotos que se van acumulando en el disco duro, todo ello es testigo de cómo van cambiando las cosas, de cómo se van perdiendo elementos, de cómo lo que un día formó parte de la esencia de varios pueblos se va consumiendo por no interesar a nadie. De hecho, queridos amigos, a pesar de los varios artículos que se han escrito sobre la línea, muy pocos autores de los mismos han pisado su balasto. Y eso, desgraciadamente, no ayuda. Bueno, eso y la maldita crisis, claro. En cualquier caso ahí seguiremos, trabajando por conocer más este camino de hierro, por desenterrar sus secretos y por aportar a las generaciones futuras un retazo de lo que un día supusieron esos raíles paralelos que sus abuelos utilizaron. No todo va a ser Playstation...

domingo, 22 de enero de 2012

Son, ochenta yerros son....

Una de mis películas favoritas sobre el mundo del ferrocarril es El expreso de Chicago. La cinta no es nada especial ni memorable, pero reconozco que el que casi toda la acción transcurra dentro de los vagones de un tren larguísimo, rojísimo y que circula por una vía única con estruendo y trepidación es algo, a mis ojos, grato de ver. La trama es fácil de seguir, y la comicidad de Gene Wilder (actor, entre otras, de El jovencito Frankenstein y Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar) ofrece un contrapunto a la seriedad del argumento: un asesinato dentro del expreso que hace la ruta entre Los Ángeles y Chicago. Son muy interesantes los planos en los que se ofrece al tren abriéndose camino entre la inhóspita y a veces indómita naturaleza estadounidense. Además, resulta evocador y tiene un punto romántico el hecho de recorrer EE.UU. a bordo de un tren, pasar unos días dentro de sus tripas durmiendo en una cama con mullido colchón, tomar el desayuno viendo pasar, indolente, el paisaje exterior... Sí, la película me gusta mucho, aunque naturalmente no es la única que me produce tales sentiientos. Otro día comentaré las maravillas de Unión pacífico, El expreso de Shangai, El caballo de hierro, etc. (varias de ellas, por cierto, las programó la asociación de amigos del ferrocarril de Valdepeñas El Trenillo dentro de su ciclo de cine ferroviario). Pero hoy quiero rendir un pequeño homenaje a una serie de dibujos que, afortunadamente, ha envejecido bien: La vuelta al mundo en ochenta días
Sí, ya sé que muchas cosas del libro no aparecen entre las andanzas del león Fog y que resulta un tanto extraño el que sean animales y no personas quienes hacen el viaje (en Maus, el cómic de Art Spiegelman, también se produce esta metamorfosis y bien que nos gusta). Sin embargo hace poco tuve ocasión de volver a ver varios capítulos y reconozco que me quedé maravillado de nuevo. Resulta que unos maestros de esos que la administración considera vagos, de esos que De Cospedal y Marciallllll Marín demonizan todos los días, de esos que no hacen nada y trabajan muy poco, cobran mucho y se solazan en playas de arena virgen mientras los sufridos humanos han de trabajar en la humeante fábrica, esos mismos que practican misas negras y hacen huelgas inmorales, esos maestros egoístas que no entienden la situación, pues van y ponen en marcha un plan de lectura en torno a La vuelta al mundo en ochenta días. Entre las actividades propuestas por estos profesionales estaba la lectura del libro y la posterior recreación del mismo entre el alumnado de infantil y primaria. No tengo que agregar que todos lo chicos y chicas están entusiasmados con la obra, con su lectura y con todo lo que ello ha conllevado: conocer la geografía mundial, entender los medios de transporte del siglo XIX, estudiar los husos horarios, etc. Y, naturalmente, el mundo del tren.
A efectos de documentación esos maestros, además de leerse el libro, vieron la película y la serie de dibujos animados. Y ahí es donde me brotaron esos sentimientos de nostalgia que ahora refiero. Otras series de mi niñez y juventud han envejecido peor, pero ésta aún tenía el suficiente gancho como para mantenerme ante la pantalla y ver de nuevo las andanzas del viajero impenitente. Además, la época que retrata es, precisamente, la del final de la I Revolución Industrial, cuando los caminos de hierro todavía tenían absoluta preponderancia en los sistemas de transporte, cuando un yacimiento de carbón era más preciado que uno de petróleo (aunque eso cambió con relativa velocidad, más o menos a partir de 1876). El halo romántico de las máquinas silbantes, las nubes de vapor rodeando al caballo de metal, todo ello (sumado a una historia atractiva) suscitaron en mí tan buenos recuerdos que reconozco haberme visto de nuevo los 26 capítulos. Y, aparte los trenes, los he vuelto a disfrutar, incluyendo en ese concepto las canciones de la serie.


domingo, 15 de enero de 2012

Hace muchos yerros, en una galaxia muy lejana...

Es curioso cómo algunas cosas que nada tienen que ver entre sí pueden terminar encadenándose en la mente, conformando un todo compacto y bien argumentado que, en principio, ofrece pocos nexos de unión. Lo cierto es que la situación comenzó cuando me encontraba hojeando el maravilloso Manual de arte prehistórico de Sanchidrián (esencial para los que hemos estudiado historia por su completitud, su complejidad, sus excelentes dibujos y su información, rica y variada). Estaba recordando la periodización de las distintas fases de la prehistoria (y percatándome de lo poquísimo que, históricamente, llevamos recorrido (si lo comparamos, por ejemplo, con el Paleolítico inferior)) cuando un suceso me vino a la memoria, de repente, y que tiene que ver con la temática de este blog: el ferrocarril.
Cuando hace algún tiempo presenté el libro El ferrocarril en Santa Cruz de Mudela: motor de desarrollo poblacional tuve una experiencia que no sé si calificar de desagradable, pero sí que fue un tanto inquietante. Uno de los asistentes a la presentación del libro, conocedor de la historia de los caminos de hierro, quiso hacer algunas puntualizaciones a lo que yo estaba afirmando. He de decir que esas puntualizaciones, en otro contexto, me hubieran resultado gratas de oír, pero en la presentación de un libro ya terminado, la verdad, no tenían mucha razón de ser. De las cosas que aquel señor dijo la que más atención (y sonrisas) suscitó fue la afirmación de que el primer ferrocarril era un invento que ya se había creado en el Paleolítico, hacía al menos 5000 años, puesto que en un lugar se habían descubierto raíles tallados en la roca, por los que circularían una serie de vagonetas rústicas. Vaya por delante que, de ser cierta la cuestión, no sería adscribible al Paleolítico sino al Neolítico, pero la verdad es que el asunto no tenía, a mi juicio, mucho sentido. Y al pasar las hojas del manual, y siendo la época que retrata el mismo la de aquellos maravillosos primeros homínidos (llámense Erectus, Neandertales o Sapiens) me acordé de la anécdota...
Y curiosamente, mientras hojeaba el libro y contemplaba los santos, acordándome de aquel espontáneo, una imagen me llamó la atención. El manual afirmaba que se trataba de un ejemplo de arte mueble, en concreto de un mamut encontrado en la cueva de Geissenklösterle, en el sudeste de Alemania. La pieza atrajo enseguida mi atención porque tenía una forma curiosa que me recordaba algo que, en ese momento, bordeaba mi memoria. De repente la radio comenzó a emitir Carne Cruda, un maravilloso programa de Radio 3 que se emite de 14 a 15 horas. Y el tema elegido para ese día era La Guerra de las Galaxias. Javier Gallego, el conductor del programa, entrevistaba a un fan de la saga que había sacado recientemente un libro. Y al afirmar este muchacho que su película favorita era El imperio contraataca (aún hoy desconozco a un seguidor de Star Wars que apostate de la segunda película (es decir, el capítulo quinto)), enseguida me acordé de a qué se asemejaba aquel mamut. Y dado que la bendita red de redes permite comprobar al instante si nuestra intuición es cierta, me dediqué a comprobar si, efectivamente, aquel mamut podía ser la representación de otra cosa... Juzguen ustedes mismos, pero a mí (teniendo en cuenta, claro está, lo rústico de la factura) me parece que son clavados.


domingo, 8 de enero de 2012

Los tres yerros de Oriente

Vaya por delante que os deseo un feliz año 2012, ahora que ya llevamos unos días andados por él y hemos comprobado que, efectivamente, vamos a sufrir y padecer la misma situación que en 2011.
Pues resulta que estaba yo sentado el día 5 de enero, digiriendo el roscón de reyes, cuando una idea surgió en mi mente: podría ir a ver la cabalgata. El asunto no era baladí, porque dado que hemos cambiado de gobierno presuponía que las mutaciones también llegarían, qué duda cabe, a los aspectos más nimios de la vida santacruceña, como por ejemplo el paseo triunfal de Sus Majestades de Oriente. Además, no voy a engañaros, tenía ganas de ver un supuesto tren para los niños que iba a abrir la cabalgata, asunto que había leído profusamente en el foro de Santa Cruz de Mudela, en el que varios usuarios habían comentado (algunos de manera irónica y ácida, otros con menos colmillo) los pormenores que podría traer la cabalgata. Así que me puse el abrigo, me agarré del brazo de mi señora esposa y me fui para la calle.
Y entonces se desencadenó el horror en todo su máximo espectáculo. Entre luces de coches patrulla y calles medio apagadas (en Santa Cruz de Mudela se sigue una política de ahorro con respecto a la iluminación nocturna) aparecieron los muñecos de Bob Esponja desfilando... Conmocionado, mis oídos percibieron una música estridente y nada apropiada para la cabalgata, algo así como un chunda chunda poligonero que surgía de los altavoces de un coche, tras el cual unos muchachos que desfilan en carnaval se afanaban por bailar una coreografía hilarante con pocas concomitancias con los Tres Reyes Magos, la historia bíblica y mil y un aspectos más que no desgranaré porque no tengo espacio y no pretendo aburrir aún más al personal.
Pero la guinda del pastel vino con el supuesto tren. No soy experto en máquinas de vapor o diésel, como otros conocidos míos, pero me esperaba poder reconocer vagamente la supuesta locomotora que acompañaba a Sus Majestades orientales. De hecho, me esperaba al menos un tren, pero la historia se reescribe con guiones desquiciantes que, muchas veces, superan la ficción más atrevida. Sí amigos, el tren era una furgoneta recortada a la que iba enganchada un remolque. El techo, en un alarde de gusto exquisito, consistía en unas lonas o telas de estampado florido tan horrendo que mi aparato digestivo, al igual que el del gran Ignatius, se revolvió inquieto y comenzó a cerrar la válvula pilórica. Tal vez esté siendo demasiado purista, me decía a mi mismo mientras contemplaba la escena entre fascinado, excitado y compungido. Pero mi amor por los caminos de hierro me impelía a escribir estas líneas y clamar, oh yerro maldito, por tu intromisión en el desfile de los Reyes Magos y por la inclusión de una furgoneta en lugar de un noble tren. 
Luego, cuando hubo pasado toda la escena, volví al solaz y reposo del domicilio, perturbado aún por tales imágenes. El frío se agarraba a mi rostro, a mi cuerpo, y perpetuaba para siempre esas imágenes que, no lo niego, me siguen visitando por las noches, cuando ya todo está tranquilo. Al cerrar los ojos y empezar a contar máquinas de tren con vagones llenos de ovejitas, de repente, una nube negra se posa sobre mí y, como en una película de Hitchcock, comienza a mutar el escenario idílico, convirtiéndolo en pesadilla: sobre los raíles aparece una furgona conducida por Bob Esponja, con Calamardo de revisor, que hace descarrilar a mi humilde máquina de tren y se apodera de mi sueño, mientras el sonido del tubo de escape se fusiona con el chunda chunda discotequero. ¿Debería ir al médico?